Esta calle no tiene leyenda.
Pero si en su memorial histórico y en su hoja de servicios, no hay fantasmas, ni damas picañas, ni lámparas tristes, ni imágenes sagradas, ni cuchilladas rajantes, ni estocadas perforantes, ni Roldanes altaneros, ni mendigos, ni matones, en cambio tiene una conseja, tradición o cuento, que ha llegado hasta nuestros días en pergaminos y letras de molde.
Ha llegado en recuerdo oral que se escucha en las tertulias nocturnas callejeras -en las del viejo Madrid por supuesto, en las del antiguo Madrid con sabor de señorío y relumbrón muy castizo, a esa hora pavorosa de los embozos en que ruge el león, aulla el lobo a la luna y se abren las tumbas, como en Roberto el Diablo, para dar salida a los espectros que van a corretear por los senderos de los cementerios.
La hora del Pastor, que dirían los franceses; la de los duendes y las brujas, que decimos los españoles.
No deja de ser chocante que el inolvidable Espronceda; tan proclive a cultivar hermosas patrañas, no recogiera del folklore de la Calle del Bonetillo el misterioso y lúgubre suceso al que se atribuye el origen de su nombre. La verdad es que El Estudiante de Salamanca, con su arrogancia y sus vicios y su desenfado caballeresco, no tiene punto de semejanza con el modesto, y casi ignorado, sacerdote de Santa Cruz, don Juan Enríquez, a quien se atribuye la paternidad de origen del Bonetillo, por causa de broma impia, que algunos jugaron a su bonete.
El cantor de la calle del Ataúd, estrecha y alta, con la medrosa lámpara alumbrando una imagen de Jesús, mientras pasa un embozado, que lleva todavía en la manó la espada teñida de sangre, és el único, según modestos juicios, que hubiera dado lustre y colorido fuerte y tono de verdad romántica a la tradición poética de la Calle del Bonetillo.
Cuentan las crónicas, que allá por los años de aquel siglo marmóreo, que llamó suyo por haberlo domado el rey de acero, casi monje.del Escorial, don Felipe II; por aquellos días nefastos en que, con razón o sin ella -que en esto no entramos ni salimos, ni quitamos ni ponemos rey, ni tan siquiera ayudamos a nuestro señor porque no lo tenemos; se habló tanto, y se murmuró tanto, y se vilipendió hasta el exceso, por motivo de la enfermedad calificada de sospechosa, y por la muerte, aún más sospechosa, del príncipe don Carlos, hijo del rey Felipe, existía adscrito a la parroquia de Santa Cruz el presbítero don Juan Enríquez a quien el príncipe don Carlos dispensaba cariñosa amistad.
Estas relaciones no fueron del agrado del cardenal Espinosa, Dios sabrá por qué razón. La verdadera luz sobre Felipe II, del padre Montaña -inventor famoso del sermón de San Jerónimo y noble historiador vapuleado hasta los huesos por el padre Sánchez en sabia controversia- no se digna, o no sabe decir nada acerca de por qué el cardenal Espinosa vio siempre con desagrado y alarma las relaciones del príncipe don Carlos con don Juan Enríquez. Motivos tendría, altos o bajos, para la reprobación del Cardenal y para, los dimes y diretes satíricos de la Corte y de los parroquianos de Santa Cruz; lo cierto es que un día, pasada la media noche, cuando el sueño y la oscuridad envolvían la tierra y entre el rumor de algún portón mal entornado, parecía que se escuchaban voces temerosas y pisadas huecas, andando en las tinieblas se oyó una campana tocar a muertos y luego ruido de pasos de gente que reza; y después se vieron cien luces alumbrando bultos enlutados, y en el centro de dos hileras apretadas, un féretro que llevaban en hombros cuatro, agonizan-tes...
Pero dejemos a la tradición de la calle contar el suceso tal como fue:
«Volvía don Juan Enríquez una noche a su casa cuando encontró un entierro; sobre el féretro llevaban un cáliz y un bonete. Se acercó a preguntar quién era el difunto y le contestaron que don Juan lrnríquez; asombrado el clérigo repitió cuatro veces el interrogante y otras tantas le respondieron que se trataba de su propio enfierro. Corrió a su casa y encontró una mesa cubierta con paño negro y cuatro blandoncillos encendidos; preguntó a los vecinos quién era el difunto y vio que aquéllos huían despavoridos creyéndole un apa-recido. A la mañana siguiente fue a Santa Cruz y le enseñaron el libro en que constaba su partida de defunción y la provisión de su plaza en la parroquia.
»Al volver a su domicilio, la puerta estaba clavada, y un familiar del Santo Oficio le llevó a los calabozos de la Inquisición de Toledo.
»En el tejado de la casa apareció sobre un palo un bonete encarnado, y desde entonces sé llama la calle donde ocurrió este suceso, Calle del Bonetillo.»
Y si lector dijeres ser comento,
como me lo contaron te lo cuento.
Las bromás, pesadas, o no darlas, que dirán en la actualidad los vecinos de la Calle del Bonetillo.
De R.Sepúlveda Antiguo Madrid