sábado, 19 de noviembre de 2016

LA CHATA

Estamos en la década de los años veinte del siglo pasado, cuando una monarquía se estaba desgastando por la gangrena de varios males, entre ellos el político, y cuando palpitaba subterránea una necesidad de transformaciones que se aplazaban peligrosamente. Madrid era entonces eminentemente popular y los mercados tenían especial importancia, no sólo por ser lugar de compra-venta, sino por ser también ocasión de encuentros y diálogos.
Mercado de la Corredera años 20


El mercado de la Corredera y el de San Ildefonso tuvieron en aquella época su máximo esplendor y rivalizó con el mítico de la Cebada.

Mercado de la Cebada 1920


Mercado de San Ildefonso principios siglo XX


En la amanecida llegaban ya los vendedores, tanto al interior del edificio del mercado, como los que asentaban sus puestos en las aceras de los alrededores. Las mujeres abrigaban sus manos con guantes que dejaban salida a los dedos y sus cuerpos con pesadas faldas cubriendo varios refajos. Se hablaba fuerte y, de tanto en cuanto, sonaba un taco, mezclado con el gracejo de un dicho madrileño o con algún chiste. Empezaba el coro vociferante de los pregones que iban poco a poco subiendo de tono y que se expresaban con desgarro castizo. Pasaba alguna señoritinga, llevando en las manos el velo y el libro de misa, con un rubor que no venía a cuento; muchas chachas con sus grandes cestas de mimbre, los ojos muy abiertos, aún no acostumbrados a la ciudad y sus rostros curtidos que no habían perdido el rigor del sol pueblerino; algún soldado tras ellas y, de cuando en cuando, unos tíos con boina o gorra que buscaban cual aves de rapiña a sus futuras víctimas para demostrarles su habilidad en el timo de la "estampita". De once a doce de la mañana - entonces se comía muy temprano en Madrid - era la hora gozosa del mercado, cuando relucía en los puestos el color vistoso de la fruta levantina; en las cajas, el pescado traído de Cantábrico, y, colgados, los despojos de los corderos segovianos o abulenses. Algunos días, algo alteraba el bullir de los gritos y de los pregones; era, primero un rumor: " ¡ Que viene la "Chata" !" y luego un aparecer lento en la calle de su coche. "La Chata" era la infanta Isabel de Borbón, tía carnal del monarca y ex-princesa de Asturias, que llegaba acompañada por su dama, la señorita Beltrán de Lis. Todo en la infanta era exuberante, menos su nariz - insignificante para un miembro de la família borbónica - lo que le valió el mencionado remoquete popular. Vestía casi siempre vestidos absurdos que Valle Inclán, cruelmente decía que "se los prestaba su cotorra". Doña Isabel era contradictoria y se parecía mucho a su madre; soberbia, pero llana al mismo tiempo y fervorosa amiga del aura callejera; por eso sonreía feliz cuando las vendedoras de la Corredera se abalanzaban sobre su coche y se lo llenaban de hortalizas y de flores, mientras los hombres le enviaban la gracia retrechera de sus espontáneos piropos. Todo el mercado parecía pararse en aquel momento, tal vez esperando que recogiese la vibrante escena el pincel de un pintor o la cámara de un fotógrafo. Después el coche seguía su camino hacia el palacio de la calle Quintana.

A la castiza "Chata" quiso la República ahorrarle los sufrimientos del exilio y la autorizó para permanecer en Madrid; pero ella, obedeciendo el latido de la sangre prefirió seguir a su familia en el destierro. Cuando pasó la frontera llevaba en su bolso doscientas pesetas mal contadas; ¡ ella que fue tan pródiga con todos !.

Muy pocos días después moría en París. A su entierro no asistió casi nadie, pero seguro que la lloraron las dicharacheras y desvergonzadas verduleras de los mercados de San Ildefonso y de la Corredera.

Fuente: Leyendas y Anécdotas del Viejo Madrid de Francisco Azorín






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