jueves, 23 de febrero de 2017

LA COMADRE, DEL AMPARO, DE LA ROSA



La comadre -empleado el término cómo sinónimo de comadrona- de Granada se daba buena maña para ayudar a traer chicos al mundo; ganaba lo que quería y, gitana como era, tenía la costumbre de hacer una cruz al neófito para así librarle del mal de ojo. Su celebridad fue tan grán­de que en cierta ocasión la llamaron a Palacio para asistir a la reina doña Mariana de Austria; el que llegó entonces a este valle de lágrimas fue el infantito Felipe Próspero -po­quita cosa a juzgar por los varios lienzos que reproducen su imagen- y el padre de la criatura era Felipe IV, ya achacoso, pero aún altivo. Sonreía, ¡había tenido tantos hijos, legítimos y bastardos! (hay quien asegura que fue­ron cien; ¡la gente es tan exagerada!).
Esta comadre tenía una técnica particular para determi­nar la velocidad con que venía la cigüeña -técnica autén­ticamente cañí; se trataba de una simple rosa que cor­taba, todavía en capullo, de su pequeño jardín al recibir el aviso y que colocaba en un jarrón. Cuando se abría era señal de que había llegado el parto, y entonces la comadre, salía corriendo hacia el domicilio de la parturienta llegan­do siempre en el momento preciso.
La comadre de nuestra historia se llamaba Amparo, y, así, hay dos calles en Madrid que recuerdan a la hábil gra­naína y ¡tantos linajudos personajes y personajillos suspi­rando porque les dediquen tan sólo una! (para ser justos conviene recordar que Nuestra Señora del Amparo fue una vieja, y muy querida en Madrid, advocación mariana. Pero es que hay más -siempre hay más en este barrio;­ otra calle se denomina de la Rosa y también podría referir­se al inusitado método de la famosa partera pero, no, ésta; es otra historia.


En el centro de la Judería existió un ventorro donde se jugaba al tribulete; se cantaba y se bailaba; en los reserva­dillos se intimaba la amistad (sobre todo entre hombres y mujeres); corría el vinillo de Arganda; se fanfarroneaba a placer. Estaba regentado por la Rosa, hembra de rompe y rasga, bella como su nombre, aclamada por la gente mas­culina y, siempre con una sonrisa, acompañada de un sí en los labios.


El ventorro se hizo famoso.
Se produjeron frecuentes escándalos en el transcurso de los cuales aparecieron facas y navajas -de esas que dicen que ayudan a hacer más alegres y amenas las discu­siones-, y hasta hubo alguna muerte.
Por todo ello, el licenciado y alcalde Gaspar Ortiz envió allí cierta noche a una legión de corchetes que metieron en chirona a los que allí se encontraban. La Rosa cambió de domicilio y dio las nuevas señas a muchos de sus antiguos clientes. En aquel lugar se abrió después la calle de la Rosa, a la que con el tiempo se le fueron per­diendo los recuerdos de lo que había sido aquella hembra famosa y quedó, simplemente, en flor.


Anécdotas y Leyendas de Madrid Francisco Azorín




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