La comadre -empleado el término cómo sinónimo de comadrona- de Granada se daba buena maña para ayudar a traer chicos al mundo; ganaba lo que quería y, gitana como era, tenía la costumbre de hacer una cruz al neófito para así librarle del mal de ojo. Su celebridad fue tan gránde que en cierta ocasión la llamaron a Palacio para asistir a la reina doña Mariana de Austria; el que llegó entonces a este valle de lágrimas fue el infantito Felipe Próspero -poquita cosa a juzgar por los varios lienzos que reproducen su imagen- y el padre de la criatura era Felipe IV, ya achacoso, pero aún altivo. Sonreía, ¡había tenido tantos hijos, legítimos y bastardos! (hay quien asegura que fueron cien; ¡la gente es tan exagerada!).
Esta comadre tenía una técnica particular para determinar la velocidad con que venía la cigüeña -técnica auténticamente cañí; se trataba de una simple rosa que cortaba, todavía en capullo, de su pequeño jardín al recibir el aviso y que colocaba en un jarrón. Cuando se abría era señal de que había llegado el parto, y entonces la comadre, salía corriendo hacia el domicilio de la parturienta llegando siempre en el momento preciso.
La comadre de nuestra historia se llamaba Amparo, y, así, hay dos calles en Madrid que recuerdan a la hábil granaína y ¡tantos linajudos personajes y personajillos suspirando porque les dediquen tan sólo una! (para ser justos conviene recordar que Nuestra Señora del Amparo fue una vieja, y muy querida en Madrid, advocación mariana. Pero es que hay más -siempre hay más en este barrio; otra calle se denomina de la Rosa y también podría referirse al inusitado método de la famosa partera pero, no, ésta; es otra historia.
En el centro de la Judería existió un ventorro donde se jugaba al tribulete; se cantaba y se bailaba; en los reservadillos se intimaba la amistad (sobre todo entre hombres y mujeres); corría el vinillo de Arganda; se fanfarroneaba a placer. Estaba regentado por la Rosa, hembra de rompe y rasga, bella como su nombre, aclamada por la gente masculina y, siempre con una sonrisa, acompañada de un sí en los labios.
El ventorro se hizo famoso.
Se produjeron frecuentes escándalos en el transcurso de los cuales aparecieron facas y navajas -de esas que dicen que ayudan a hacer más alegres y amenas las discusiones-, y hasta hubo alguna muerte.
Por todo ello, el licenciado y alcalde Gaspar Ortiz envió allí cierta noche a una legión de corchetes que metieron en chirona a los que allí se encontraban. La Rosa cambió de domicilio y dio las nuevas señas a muchos de sus antiguos clientes. En aquel lugar se abrió después la calle de la Rosa, a la que con el tiempo se le fueron perdiendo los recuerdos de lo que había sido aquella hembra famosa y quedó, simplemente, en flor.
Anécdotas y Leyendas de Madrid Francisco Azorín
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