Estamos en pleno barrio chispero, un buen sitio para cruzar a la orilla derecha del barrio es el recuerdo de esta famosa casa de Tócame-Roque, enclavada en la esquina que hacen la Real del Barquillo con la modesta de Belén.
Patio central. Corredores en su entorno. Nada menos que setenta y dos familias viviendo en la casa, si a este dato le añadimos el matiz de que eran setenta y dos familias chisperas, se sufre vértigo al imaginar como era allí la “pacífica” vida cotidiana. Trifulcas a toda hora. Cantos que saltaban espontáneos de las gargantas. Siempre un niño que lloraba. El señor Epifanio, que como de costumbre había venido borracho. “Vecina ¿me puede prestar un poquito de aceite?”. “Vaya que funcionan mal los bomberos”. “¿Has oido Justa, que el casero quiere cobrar el recibo de hace tres meses? Los hay ilusos. A lo mejor es que desea el pago anticipao”. De cuando en cuando sonaba un beso, una bofetada, un juramento o un suspiro de gozo compartido. Detalle importante es que en los bajos de la casa se hallaban las fraguas más acreditadas de la Villa, con setenta oficiales de fragua y de herrería.
En 1850 se quiso derribarla, pero los trámites duraron años y años, al propagar sus inquilinos que serían “muy cortesmente recibidos” los que fueran a hacerles cumplir las órdenes municipales. Que no; que no era tan fácil ir y decirles: “oiga, amigos, que el señor corregidor se le antoja, por esto de la decencia ciudadana, que vuesas mercedes abandonen el inmueble sin rechistar.” Desde luego, que la casa no fue derribada, pero si reformada, tras ser deshauciados sus peleones habitantes; ¡ah! Eso si, solo una familia cada dos meses. Una vez más triunfó la maquiavélica máxima del “divide y vencerás”.
Difícil era allí la convivencia, que hoy calificaríamos de “paz armada” y que por algo, el vulgo denominaba a ésta y a sus semejantes, “casa de porfía”. Curioso, si señor, el nombre de marras : casa de Tócame-Roque. Aclaremos esta expresión que parece más bien la enunciación de un chiste.
Don Ramón de la Cruz nos presenta así a los primeros dueños del inmueble: “Eran dos, como dos tomates la cara, como dos barriles la panza, y como dos talegos vacios la chola. El uno se llamaba Roque; y el otro, no me acuerdo, ¡ah si !, Juan”.
La casa les llegó de herencia, pero el testamento no estaba nada claro, enfermedad muy común en los documentos de ese carácter, y comenzó la discordia. Los hermanos que hasta entonces se habían llevado como ídem, a partir de aquel momento comenzaron una disputa sin tregua. “Tócame a mi”, repetían ambos. Que si la firma; que si hubo coacción y, siempre el soniquete: “Tócame a mí”. “No, tócame a mí”. Se separaron y hasta enfermaron. Cuando se cruzaban en la calle se miraban con odio, y antes de continuar sus respectivos caminos, se entrecruzaban estas frases como si fueran aceros toledanos.
-Tócame a mí- decía Roque ceñudo.
-Tócame Roque- respondía agresivo el hermano.
Y la frase quedó; y luego como un pasquín, se pegó a la casa y al sainete.
Fuente: Leyendas y Anécdotas del Viejo Madrid de Francisco Azorín
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