. Era un Cristo de más de tamaño natural. Lo envío a esta iglesia, en el siglo XVI ó XVII, un embajador italiano, agradecido a Nuestra Señora de Atocha por ciertos favores recibidos. Para que el regalo fuese completo y digno de la Reina de los cielos, dispuso aquel fervoroso embajador que la imagen fuera copia fiel del Santo Cristo de Lucca, una población de Italia donde se venera el original en uno de sus más celebrados templos. Y la imagen vino a España ricamente vestida, con una túnica preciosa, un estolón de brocado y calzada en sus dos pies con sendos zapatos de plata.
Los Cristos españoles, tal vez con excepciones andaluzas, presentan una casi total desnudez.
Por ello sorprendía y mucho que un Cristo -procedente de la ciudad italiana de Lucca y enviado a la iglesia de Atocha en cumplimiento de una promesa-, que se exponía a la veneración de los fieles, apareciese con túnica, estolón y unos zapatos de plata.
Había entonces ostentación en los pocos privilegiados y pobreza orgullosa en la mayoría, que tenía diversas manifestaciones. Mendigos honrados o cortabolsos. Valentones que se, alquilaban para delitos. Mozas de desgarro. Obreros de sus habilidades. Escuderos a sueldo del amante: Muchos, de profesión pretendientes.
El protagonista: un soldado maduro que por leguleyos y papeles interminables no lograba cobrar sus diversas pagas atrasadas. Aburrido, con el estómago vacío; fue a rogar protección al Santísimo Cristo de Lucca.
Un pater noster
Unas lágrimas.
-Señor, ¡cubre mi necesidad!
La santa efigie alarga un pie y deja en manos del militar uno de sus zapatos de plata. El soldado, ufano, y junto a una jarra de vino de Arganda, en una taberna, lo mostraba a todos los que allí estaban. Fue detenido por la Justic y, al preguntarle la razón de estar en su poder la sagrada prenda, explicó la historia que nadie aceptaba, pero e inculpado, como testigo excepcional, nombró al propio Cristo de Lucca.
¡Sorpresa grande!
Alguien pensó: SACRILEGIO.
Otro musitó: CARADURA.
Hubo consulta con teólogos y, después de muchas idas y venidas, se acordó hacer la extraña diligencia ante la perspectiva de que el reo fuese condenado a la pena capital.
Acudieron a la iglesia de Nuestra Señora de Atocha el soldado, el juez, el escribano, golillas, varios clérigos y muchos curiosos y desocupados.
El preso lloró suplicando angustiado.
Muchas sonrisas desdeñosas entre los asistentes al acto.
Todas las miradas estaban fijas en el Cristo.
-Parece que está moviendo un pie -advirtió alguien.
En efecto.
Estaba levantando la extremidad calzada y dejó caer su otro zapato ante el asombro de todos.
En el indulto real, maquiavélicamente, se aconsejaba al acusado: que en lo sucesivo no admitiera regalos divinos, bajo pena de vida. El milagro transtornó a la Villa; luego, el vulgo lo fue olvidando y el hecho se acogió en el refugio legendario y poético.
Después, los frailes colocaron ante el Cristo un copón de plata y, sobre él, el zapato que salvara la vida de un humilde y acrecentara la fe popular.
Viejo Madrid. R. Sepúlveda
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