Novelesco, sorprendente, desconcertante, ejemplar, indignante en ocasiones , he aquí el personaje más espectacular del Madrid de mediados del siglo XIX:
El excelentísimo señor don Mariano Francisco de Borja, José, Justo Téllez-Girón y Beaufort-Spontin ( Madrid 19 de Julio de 1814 , Beauraing (Bélgica) 2 de Junio de 1882), XII duque de Osuna. Nadie tuvo jamás tantos títulos y honores como él. Dando aquí solamente la cuarta parte de ellos, tenemos los siguientes, aparte del ducado de Osuna, ya citado: conde y duque de Benavente, duque del Infantado, de Lerma, de Gandía, de Arcos, de Medina de Rioseco, de Béjar, de Plasencia, de Pastrana, de Estremera, de Monteagudo, de Francavilla, de Mandas y de Villanueva; príncipe de Squilache, del Mérito y de Eboli; marqués de Peñafiel, de Tavara, de Gibraleón, de Lombay, de Terranova, de Santillana, de Zahara, de Almenara, de Cenete, etc., etc.
¡ Pasmo del siglo XIX ! Cuando esta figura relevante acudía a Palacio, su presencia no era menos destacada que sus honores: aparecía vestido de general del Ejército, en gran gala, con el collar del Toisón de Oro, la Gran Cruz de la Orden Imperial de San Alejandro Newsky, concedida por el zar de Rusia; la Orden de Carlos III, la Gran Cruz del Mérito Militar blanca; la Gran Cruz de la Suprema y Real Orden Prusiana del Aguila Negra; y así hasta sus buenas tres docenas de condecoraciones, medallas, cintas y bandas.
En cuanto a sus propiedades, el duque de Osuna tenía palacios en Madrid – tres -, en Guadalajara, en Aranjuez, la célebre Alameda de Osuna, en Benavente, en Gandia, en Osuna, en Pastrana, en Toledo, en París, en Bruselas, en Manzanares, en Béjar, en Sevilla y todavía en dieciséis lugares más. Todos estos palacios, rodeados de inmensas fincas, cuidadas por interminables equipos de jardineros; palacios en los que era fama que a cualquier hora del día y de la noche se podía llegar, pues siempre estaba el servicio dispuesto y la comida preparada.
¿ Puede imaginarse el rio de dinero que todo este boato suponía ? El duque de Osuna gastaba algunos días más que el presupuesto general del Estado español. Porque era él mismo un estado dentro del Estado.
Todo lo del duque de Osuna es, como el mismo, majestuoso, recargado, ornamental. No hubo jamás otro madrileño, como éste. Con tener más de cien títulos aún le parecían pocos y se inventaba, para adjudicárselos, unos cuantos más. Con ser propietario de docenas de residencias suntuosas, todavía pretendía más, y también se las inventaba. Era camarero mayor del rey, notario de Castilla y almirante de Castilla; era todo lo que el más ambicioso del siglo XIX pudiera ambicionar, pero nada de eso le bastaba y en sus tarjetas se hacía escribir: “Grande de los Grandes de España ” en un tiempo en que España todavía podía soñar con grandezas y con grandeza.
El duque de Osuna nunca tenía nada que hacer y jamás tenía un minuto libre. No movió un dedo que redundara en riqueza nueva o trabajo o servicio: lo suyo era ir de aquí para allá figurando siempre, ostentando siempre, presumiendo siempre. Ni uno de sus movimientos tenía naturalidad, espontaneidad. Obraba como un actor que ensayaba delante de un espejo, cuidando los gestos, las actitudes los ademanes.
El tenía que ser en cada instante más que los demás. Si un duque se paseaba Madrid a bordo de un carruaje que, por la estructura o por el tiro, causase sensación, bastaba que la noticia llegase al de Osuna para que éste se sintiera en el deber de emularle y rebasarle; días después, meses después a los sumo, otro carruaje del mismo estílo, pero de tono infinitamente superior, desfilaba despacio por los mismos lugares que el otro había hollado, y arriba, repatingado, repartiendo miradas por encima del hombro y saludos ceremoniosos.
Fatuo hasta lo incomprensible, no era mayor su culpa que la de los reyes que se lo toleraban y de los inferiores en grado, que le adulaban. A tal España, tal hombre. De las veinticuatro horas de cada jornada, a su Excelencia se le iban no menos de tres en el tocado y acicalado: afeitarse, dejarse masajear, atender a los bucles, elegir nueva ropa, bañarse poco y perfumarse mucho, como era de rigor en su tiempo entre las clases altas; elegir menús, desechar citas y escoger pañuelos de seda… Luego, el paseo, las visitas a Palacio, visitas en las que lo de menos era lo que el señor duque iba a hacer, y lo de más era saludar mariscales, besar anillos de obispos y, si acaso, hincar la rodilla ante la soberana, la reina niña Isabel II, a la que el duque le gustaba mucho por lo bonito de sus atuendos, lo fuerte de sus perfumes y lo atildado de sus maneras.
Para la niña subida al trono, su excelencia el duque de Osuna era a la manera de payaso vistoso y movido, distinto, y la atracción que povocabaen la regia persona era más o menos como la de los tíos-vivos y caballitos de las verbenas en toda la muchedumbre infantil.
No se sabe de otro hombre que, como el duque de Osuna tuviera a un mismo tiempo 366 pantalones, uno para cada día del año y aún uno más. Era fama en Madrid que el duque recordaba todos y cada uno de sus pantalones, y al pedirlos a su ayuda de cámara daba todos los detalles para que no pudiera haber confusión. Como era calvo, se daba pomadas en la cabeza para que el cráneo lustrado brillase más. Usaba monóculo y había adquirido soltura y gracia en sujetarlo con el pliegue del pómulo y en dejarlo caer. Vivía pendiente de sí mismo, de figurar, de aparentar, de sorprender, de epatar. Parodiando a ciertos nobles franceses, al duque le llamaban muchas veces su Elegancia en lugar de su Excelencia.
Todo lo que a Su Excelencia rodeaba de cerca era despilfarro puro. Una noche estando reunido en su casa con ciertos amigos, a los que tenía invitados a cenar. En estas ocasiones, el duque apenas probaba bocado, no por falta de apetito, sino porque comer poco en presencia de los demás era lo dandy. Algo había en el atuendo de uno de los comensales que llamaba la atención del magnate. ¿Qué era?… ¡ Ah, sí !Una corbata, una bonita corbata que lucia aquel que estaba sentado exactamente frente a él.
– ¡ Bonita corbata ! – dijo el duque, a lo que respondió el aludido:
– ¡ Bah, no tiene importancia ! La compré en París.
No necesitaba oir más su Excelencia. Tiró del cordón para llamar a un criado, y, cuando se presentó éste, le dió una orden al oído, una orden que obligó al sirviente a dirigir la mirada también hacia la famosa corbata. Poco después, un enviado especial del duque salía quemando caballos hacia la capital de Francia, con la única misión de adquirir en París una corbata igual, o, si podía ser, más bonita todavía.
Fanfarrón hasta ocasionar una situación embarazosa en las relaciones diplomáticas con el zar de todas las Rusias. Hallándose en la Corte rusa, el duque de Osuna tiene conocimiento de que su Majestad imperial ha enviado a Siberia, una costosa expedición: se trata de obtener ciertas pieles, rarísimas de zorro azul. Tras varios meses de viaje, la expedición regresa a San Petesburgo y poco después la zarina luce, sobre sus hombros, un fastuoso manto de zorro azul.
Aquello no puede soportarlo la vanidad del duque de Osuna, en secreto, organiza y costea otra expedición a Siberia, encargada, también, de traerse pieles de zorros azules. Y cuando estos segundos expedicionarios regresan, el duque manda hacer dos capotes o pellizas, todo ello en secreto también. Son las pieles que sólo la zarina rusa emplea, las pieles que son, por su costo y rareza, la máxima ambición y el máximo asombro. Cuando las pellizas están terminadas, el duque regala una a su cochero y otra a su lacayo.
Jamás Madrid ha dado un personaje tan estrambótico. Todo el centro del siglo XIX madrileño se llena de las peripecias constantes de este figurón extraordinario. En una sola fiesta dada en su palacio de Las Vistillas, en honor de la reina, sólo invita a doce parejas, por ser precisamente el doce la cifra de Su Majestad. Esta fiesta llega a costar, con gran escándalo de la Corte y del pueblo, 160.000 pesetas. Un dato: un kilo de carne de primera calidad costaba, aproximadamente, cinco reales.
Palacio del los diques de Osuna en Las Vistillas
Lleva cincuenta años quemando las numerosas heredades. Esto, naturalmente, ha de tener un fin. Pero, genio y figura, Osuna sigue siendo pródigo y loco aun en la miseria. Curiosa miseria que se mantiene porque se niega a vender este traído y llevado palacio de Las Vistillas, por el que un Banco le ofrece la suma, entonces inconcebible de cincuenta millones de pesetas, del siglo XIX
Muere el duque en 1882, arruinado hasta el extremo de que sus acreedores sólo pudieron resarcirse, hecha la subasta, de un 30 por ciento.
(Historia de Madrid de Federico Bravo Morata. Edit.Finicia 1972)
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